Entre los muchos personajes que la historia nos ha legado, destaca con luz propia este gigante de la civilización humana.
¿Miguel Ángel? Un pintamonas.
¿Leonardo Da Vinci? Un enteradillo,
¿Rodriguez Zapatero? Un tonto a las tres
¿Mariano Rajoy? A las tres y cuarto.
Este hombre, este preclaro hombre de insigne temperamento es quien ha de pasar a la posteridad, mucho antes y mucho mas alto que muchos otros.
Nació el 5 de Marzo del año de su nacimiento. Su padre era un gentilhombre, adelantado de su época que tenía un traje de astronauta y sabia mascar chicle y se peinaba casi todos los días. Su madre era una salvaje que vivía acampada en el salón del castillo y se nutría de los mayordomos y aguadores que cazaba en lo más proceloso del pasillo.
Sus padres no llegaron a conocerse nunca, aunque es cierto que una vez casi coincidieron en un rellano, y además tenían muy buenas referencias el uno del otro.
Su infancia transcurrió una tarde del mes de Marzo, y como era un chico muy estudioso y aplicado, cuando todos sus amiguitos aun andaban levantándole las faldas a las compañeras del colegio, él ya le había levantado las sotanas al padre Evaristo tres veces.
A la edad de siete años fue capaz de celebrar su séptimo cumpleaños y como era un hombrecillo muy avispado y ya un iluminado de la ciencia, apagó siete chimeneas soplando, con un ímpetu que aun hoy, dadas las horas que son, causan emoción y entusiasmo.
Cuenta su biógrafo oficial, Don Pascualino del Abedul, que una vez, un invierno especialmente frío, se tapó con una manta. No sabemos si es rigurosamente cierto, como Don Pascualino afirma (Don Pascualino también afirma que una vez se bebió una botella de cerveza de litro y medio dos veces, y acto seguido se suele desplomar, víctima del delirium tremen que padece desde que se auto medica), pero nos da una idea del genio creativo de Don Pánfilo.
De la misma época es la anécdota de que su mejor amigo, Don Anónimo Sacacuartos, le preguntó un día:
-¿Como es posible, mi sabio y diligente amigo, que dadas las circunstancias, y sin que sirva de precedente?
A lo que le respondió el joven sabio:
-¿Me podrías repetir la pregunta?
Don Anónimo se puso colorado, colorado y se fue al dentista.
Y aquí viene lo anecdótico, porque el dentista estaba cerrado.
Cuando tuvo edad suficiente, su padre le puso un laboratorio. Era un laboratorio muy bueno. No le cabía en su habitación y hubieron de instalar una parte en el piso de arriba y aun otra en el pasillo. Así comenzó el joven Panfilito a adentrarse, con gran devoción, en el mundo de la química. A los doce años ya era capaz de abrir él solo un frasco que tenía dibujitos y cuando cumplió los quince supo hasta cerrarlo.
Su padre, que como buen padre que era, lo espiaba desde las cortinas del salón cuando volvía borracho del burdel, se emocionaba y se iba a dormir todos los días dos o tres veces.
Y así fue transcurriendo el tiempo. Un día detrás de otro, hasta que Panfilito cumplió los dieciséis (En esa época, jóvenes donceles, no se cumplían años como en estos tiempos modernos tan poco morales, y era de mala educación cumplir dieciséis años sin haber cumplido anteriormente por lo menos los quince, aunque solo fuera una vez. Los niños educados cumplían dieciséis años y besaban el anillo del cura, que les daba alegres capones y les mandaba rezar muchos padrenuestros de diversos sabores).
Pues hete aquí que teniendo ya tal edad, y viendo que casi sabía leer y abrir y cerrar frascos, su padre le donó un castillo aledaño para que se dedicara al concienzudo estudio.
Era un castillo lleno de laboratorios y mesas camillas. Abundaban los frascos, las probetas y los alambiques.
Había un señor que sabía muchas cosas y una señora que lo discutía todo. Un loro tartamudo y una máquina del tiempo. Le echabas un duro y te decía qué hora era.
Allí comenzó algunas de las investigaciones que habrían de darle fama mundial un jueves 5 de octubre de cinco a cinco y cinco (diez).
Inició al mismo tiempo sus estudios de arquitectura, ingeniería y botánica y su tío Marcelo se ofreció, con esa gentileza propia de los hombres que saben mirar de lejos, a instruirle en el difícil arte del claqué. Y como muestra de su buena disposición, le convalidó el taconeo de segundo.
Comenzaron a interesarse por sus trabajos en diversas universidades y así fue como apareció en este relato Doña Ernesto Pérez, doctora emérita cláusulus primae de la Universidad de Grazalema del Condado.
Esta sabia mujer apareció un buen día con su graciosísimo acento alemán preguntando por el sabio que había descubierto que la relación entre los números primos podía ser carnal o política. Venía enviada por el rector magnífico y por el decano superguay de la facultad de Trabajos Manuales de Grazalema del monte.
Al verse ante tan preclaro e insigne investigador, Doña Ernesto tuvo un ataque de pánico, y salio volando por el torreón. Como en esa época las investigadoras insignes aun no habían aprendido a volar, Doña Ernesto se mantuvo muy poco tiempo en el aire, y dejándose influenciar por la ley de la gravedad (física al fin) cayó al suelo y se hizo fosfatina del 7. Fue la primera víctima de la ciencia que murió por seguir una ley a pies juntillas. Todo el claustro quiso conmemorarla saltando desde diversos torreones, pero ya mas bajitos.
Entre el personal que acompañaba a Doña Ernesto se encontraba su ayuda de cámara. María de la Pirindola, que habría de pasar a la historia de la ciencia como Madam Ajoporro y al de las bacanales como "La sietenfila". Por aquella época, María de la Pirindola era ya una mujer que unía a su gran belleza natural el aspecto equino de la granja en la que se crió.
El insigne prócer de la ciencia quedó cautivo de su preciosa mandíbula patibularia, de sus turgentes pechos planos y pensó, lleno de extraños sentimientos, que si tan bonita mujer tuviera trasero, sería sin duda un bonito culo. Se le acercó cabizbajo y le hizo varias complejas operaciones matemáticas y un análisis sintáctico. Ella se ruborizó y le agitó su pestaña derecha. Le hubiera movido también la izquierda, pero la había dejado en el monte de piedad.
Le tomó de una de las manos y le musitó al oído un teorema muy romántico.
Ella se sintió acongojada y dejó que sus sentimientos fluyeran. Luego se fue a hacer sopa.
Según Don Pascualino del Abedul, aquella noche Don Pánfilo decidió dos cosas fundamentales en su vida.
Una fue una cosa y la otra que se había de casar con alguna mujer algún día, aunque fuera con aquella joven semi analfabeta que lo había acongojado tanto.
Continuará...
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